PLAGIO 23.08.2016
A los ochenta años de edad que te plagien un poema puede tener un doble efecto: alegrarte por haber servido a alguien que, presumiendo de poeta, no sabe escribir poesía y tú le sirves de ayuda para rellenar un libro de malos poemas de su autoría, y en el que brilla con luz propia de una gran constelación el tuyo, o bien enfadarte, denunciar el tema, iniciar un proceso y avergonzar al plagiador, en este caso plagiadora.
He optado por la primera opción y por silenciar el nombre de ella, del libro y de la editorial, pues al fin y al cabo este atropello intelectual, en cierta manera me enorgullece pues, sabiendo de la posibilidad de que pudiese ocurrir, publico en Facebook todo aquello que escribo, haya sido o no publicado.
Me entretengo, doy fe de mi quehacer literario y lo paso “pipa”; ello es un milagro que no se puede pagar con nada. Y lo seguiré haciendo y si alguno de mis posibles lectores me pregunta algo sobre poesía le contesto, si sé, con sumo agrado y me enorgullece que me llamen “maestro”, palabra que, por cierto, junto a la de “abuelo” consolidan un milagro poético no ya porque ambas palabras, “maestro y abuelo”, tengan asonancia en “eo” sino porque conforman el mayor título de sabiduría que se pueda conceder a una persona.
Eso que has hecho no se debe hacer, pues tú misma en el poema PLAGIO de tu libro, en parte mío, dices -cualquiera sabe si también es plagiado-: “Me amotino contra la mediocridad,/ el plagio/ la falta de ideas/el hurto de los cerebros/…”. Debes aplicarte el cuento, amiga.
Otra cosa, cuando plagies, porque lo seguirás haciendo, hazlo bien, o sea, respeta el ritmo endecasilábico y el interno pues, sin quererlo o por no saber, estropeas el original y eso es más difícil de perdonar.
Y ya está. No vale la pena perder ni siquiera este corto tiempo dedicado a una burda filigrana de piratería.