Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
Frncisco Gil Craviotto
En torno a la novela "El Maestro", de Antonio Gallego Pozo. Edición no venal. No se encuentra en editoriales y es imposible encontrar una imagen del autor, pero en Papel Literario tiene acogida.

Francisco Gil Craviotto

Antonio Gallego Pozo

Edición No Venal

Antonio Gallego Pozo vino al mundo en Huerta Real, una pedanía de Benamaurel, (Altiplano, provincia de Granada), el 26 de abril de 1917. Muy pronto cumplirá los cien años. Sus padres tenían una cueva y trabajaban el campo. Él también fue a parar al campo. Trabajo duro y sacrificado, pero no había otro. Primero sólo tenía que ayudar a los adultos; pero, a medida que fue creciendo, también fueron creciendo sus obligaciones. En verano la siega y la trilla, en otoño la siembra, en primavera el mancaje. Así un año y otro año y el siguiente. Aún era muy niño cuando perdió a su padre. Tan niño que después no lograba recordar su imagen. Tampoco vio ninguna foto suya. Las fotos estaban reservadas a los que tenían dinero para pagarlas.

Mientras estaba en el campo Antonio se lamentaba de no poder ir a la escuela y aprender las cosas que los otros niños allí aprendían. Suplía la falta de escuela recogiendo información de los pocos adultos que sabían leer y escribir y de los niños que, haciendo muchos kilómetros a pie, sí iban a la escuela. También recibió alguna lección de un maestro ambulante que pasaba por los cortijos. Muy poca cosa, pero suficiente para, llegado a la edad adulta, poder leer y escribir una carta muy escueta y somera. También sabía algo de cuentas.

En julio de 1936 unos generales felones, azuzados por la Iglesia, dieron un golpe de Estado que, fracasado, degeneró en guerra civil. Benamaurel quedó del lado de la legalidad republicana. La República empezó a llamar quintas y Antonio se vio obligado a cambiar la hoz y el arado por el fusil. Estuvo en varios frentes y, en abril del 38, una bomba de los fascistas le arrancó el brazo izquierdo y dos falanges de los dedos de la mano derecha. Después de varios días en el hospital volvió a Benamaurel como mutilado de guerra. Cuando Antonia, su novia de los días felices, lo vio aparecer se abrazó a él llorando. “Tendrás que buscarte otro novio -le dijo-, porque tú te mereces un hombre completo y no un mutilado”. “Imposible –le respondió ella- Ahora te quiero más que te quería antes.”. Se casaron y vivieron unos pocos días de felicidad.

Unos meses después terminaba la guerra. Gracias a la ayuda de Alemania e Italia habían ganado los sublevados. Inmediatamente comenzó la caza y captura de todas las personas que habían ayudado a la República y Antonio, que había perdido un brazo defendiendo a la Patria, fue detenido y encarcelado. Primero estuvo en la cárcel de Benamaurel, después se lo llevaron a Baza y, por último, pasó cinco años en la prisión de Granada. Al fin, en el año 45, recobró de nuevo la libertad. Cuando Antonio volvió a Huerta Real se encontró con la gran interrogante: ¿Qué podía hacer él con tan solo un brazo y odiado por todos los fascistas del pueblo? Nada. Entonces se acordó de lo que había aprendido aquí y allá,  leyendo todo papel que le caía en las manos. ¿Y si él enseñara eso mismo a todos los niños que andaban desperdigados por cortijos y caseríos? Cuajó la idea y muy pronto se convirtió en el maestro de los cortijos. Un maestro sin título, pero con vocación. Las clases las tenía a distancias de cinco o seis kilómetros unas de otras y, al cabo del día, terminaba haciéndose veinte o treinta kilómetros a pie, algunos de ellos completamente de noche. Los cortijeros le pagaban con grano, aceite, verduras y frutas; algunos con dinero. Así un año, otro año y el siguiente, hasta que en el 79, tras la muerte del dictador, ocurrida cuatro años atrás, fue reconocido como mutilado de guerra y empezó a recibir su merecida pensión.

Todo esto, enriquecido con numerosas anécdotas y comentarios, lo cuenta Antonio en un libro que, coincidiendo con sus cien años, acaba de publicar. Su título es “El Maestro”. Se trata de una edición no venal, que seguro que ninguno de los críticos oficiales va a comentar, ni lo veremos en los escaparates de ninguna librería de postín, pero a mí me ha llegado al corazón.

Me ha llegado al corazón por tres razones fundamentales: la primera es la enorme carga humana de este libro, la verdad que se palpa y saborea en todas sus páginas, escritas con una ingenuidad y ausencia de lastre libresco, que sobrecoge. Es siempre la verdad escueta y sin paliativos. La segunda es la gran lección que en pro de la enseñanza nos ofrece Antonio Gallego Pozo. Él era uno de los pocos que en aquellos pueblos del Altiplano sabía leer, escribir y algo de cuentas. También tenía  conciencia de que lo poco que sabía debía trasmitirlo a los demás. En la página 254 lo dice con toda claridad:

Yo daba clases por dos motivos: uno, porque me faltaba una mano y en aquellos tiempos, para poder trabajar de jornalero en el campo, necesitaba las dos. El otro, porque quería que todos aprendieran un poco a leer, escribir, sumar etc., para poder defenderse en el futuro, porque en aquellos tiempos había mucha ignorancia. Casi todos los mayores tenían que firmar con el dedo.

Era muy poco lo que él podía dar, tan poco que todo el libro está salpicado de faltas de ortografía y de gramática, pero ese poco lo daba generoso para atajar la ignorancia secular de la región en la que le tocó nacer y vivir. Admirable ejemplo de pedagogía primitiva y eficaz en una época en la que, desde el poder se fomentaba la ignorancia del pueblo. Hasta tal punto se fomentaba la ignorancia que, en la cárcel, a los que sabían leer y escribir, les habían prohibido enseñar a los analfabetos.

Pero a estas dos grandes virtudes del libro hay que añadir una tercera: es una obra esencial para conocer –y de primera mano-, lo que fue, en la España rural, especialmente en la zona del Altiplano de Granada, la posguerra española: las hambres del pueblo, las denuncias, el estraperlo, las cárceles, -siempre atestadas de presos-, el papel represivo de la Guardia Civil, las palizas… Todo contado con un estilo elemental y primario, como lo contaría un niño, pero siempre cargado de veracidad. Un libro que hace Historia, porque cuenta la historia más triste y lamentable de este país, sin atenuantes ni evasivas, ni el menor alarde literario. Cualquier página del libro, si la leemos con atención, se convierte en un desgarrador retazo de nuestra Historia reciente. Valga de ejemplo éste sobre la cárcel de Granada:

Algunas noches llegaba una brigada de falangistas, alrededor de setenta hombres, y sin decir nombres, gritaban:

-¡A ver, de aquí para allá, a vestirse con todo lo que tengáis, que os vais de expedición.

Aquellos que por desgracia les tocaba, no se volvía a saber de ellos. Los familiares venían a traerles comida o a comunicarse con ellos. Algunos de nosotros trabajaban en la cárcel de nombradores. Su función era avisar a aquellos presos que tenían visita de sus familiares. Llegaban al patio y gritaban:

-¡Fulano de tal!

No contestaba nadie y ellos volvían a gritar.  Algunos comentaban: estará en el otro patio. El nombrador se iba al otro patio a llamarlos hasta que se hartaba de gritar. Entonces salía un guardia:

-¡Imbécil! ¿Es que no sabes que anoche salió de expedición?

Antonio Gallego Pozo nos ha dejado una obra que todos los profesores de Historia deberían leer, pues en sólo 300 páginas, mal pergeñadas y salpicadas de faltas, dice más que muchos tratados voluminosos firmados por eminencias. Antonio tiene cien años y este libro es la última lección –lección admirable-, que este maestro, con vocación y sin título, ofrece a la Humanidad. Aunque no lo conozco –y seguramente jamás llegaré a conocerlo- desde aquí le envío toda mi admiración y un fuerte abrazo.