LIMÓN 19.07.2008
El ficus derramaba su verde manzana a la vera de la terraza donde la señora Antonia, gesto ido, narraba aventuras marineras de sus padres en La Higuerita, hoy Isla Cristina. Yo iniciaba un tanteo para ver la forma de entrar a trabajar en la www.papel-literario.com, sabio y anciano suplemento literario de larga agonía crítica.
Limón, mi cantarín canario de dulce, melodiosa y constante sinfonía, no quiso ser menos que el esbelto ficus y entabló, en forma de variados trinos, una conversación con la calurosa tarde que se nos venía encima. Al contemplarlo, caí en la cuenta de que su prisión de oro se encontraba algo sucia. Inicié la ceremonia de su limpieza. Que lo sepan ustedes para siempre, todo lo que realizo tiene un aspecto litúrgico o de rito ceremonioso. Nada hago porque lo tenga que hacer, sino que cada vivencia, instante consciente, es motivo de caricias y suaves vaivenes entre el objeto y el sujeto.
Busqué las centrales de El País ya leído y las deposité en la mesa de la terraza. Allí, con mimo, coloqué la jaula de este pequeño canario de diez años de edad y compañía. Cada vez que manipulaba su pequeño territorio, bebederos, comederos y barrita de miel afrutada, el pajarillo, dicen que por instinto, impulsaba su aleteo hasta la parte más alta de los garrotillos de su celda. Al colocar la base, tras haberla limpiado a conciencia, Limón, no sé si fue debido a una misteriosa llamada del ficus, voló, por primera vez en su vida, la locura de la libertad. Y escapo de mí, de su amito.
Desde la terraza donde rindo culto de latría a la madre marinera, Limón, en vuelo rasante, atravesó el ficus, sobrevoló el maldito asfalto de una calle y lo perdí de vista. Pegué un respingo de juventud y salté a la calle a iniciar su búsqueda. Toda La Antilla me pareció un desierto de insolidaridad. Miraba entre matojos -jardines dicen los más optimistas- y, de repente, un volar de hierofanía amarillo oro, manifestación sagrada del amor que le debo, descansó sobre los adoquines de la calle Isla del Carbón. Era Limón. Intuía que podría reiniciar, si me acercaba en demasía, el vuelo de la libertad que le llevaría a las fauces de los muchos felinos que maúllan en noches de julio.
Extraje de mi bolsillo un blanco pañuelo. No me encomendé a Dios ni a sus Santos. Hice lo que hice, desplegar el pañuelo para su encuentro con Limón, como si no hubiese más dios que el lindo pajarillo. La blanca patena de paño ondeó su cuadratura en su encuentro con una ligera brisa de poniente y. como maná salvador, depositó su ligera carga encima del canario. Y lo cubrió.
Hoy, mientras escribo este copo, Limón, tras estar mudo durante la tarde de ayer, vuelve a cantar. Aleluya.