Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
CATLOS AGANZO
LA POESÍA DE JUAN MANUEL GONZÁLEZ

Juan Manuel González

 

 

“Las palabras son sólo dibujos de luz en la arena”. A pesar de esta certeza, que presidió siempre la titánica tarea de levantar su obra literaria contra el tiempo y la niebla, Juan Manuel González (Madrid, 1954-2008) ha conseguido dejarnos, en una decena apretada de libros, uno de los testimonios más personales, más inspirados, más verdaderos de nuestro panorama poético actual. El último premio recibido, el Gil de Biedma, a cuya entrega ya acudió en diciembre profundamente herido por los zarpazos de la vida, no ha sido sino el último espaldarazo a una carrera de fondo iniciada en 1984 con Líneas minerales, y apuntalada con otros galardones de prestigio como el Rafael Alberti o el Ateneo de Sevilla.

 

Aunque ya en aquel primer libro, Líneas minerales, publicado en Málaga por la editorial Corona del Sur cuando el autor tenía treinta años, “el aleteo vital de la muerte” se percibía acechante en medio de una gran colección de poemas encendidos de fuerza y de erotismo, la línea esencial de la poesía de Juan Manuel González no se cuajaría definitivamente hasta los dos títulos siguientes, que forman una unidad y aparecen con sólo un año de diferencia a finales de los ochenta: De ritos y solsticios (Libertarias. Madrid, 1986) y De sombras y transfiguraciones (Endymion. Madrid, 1987). De norte a sur y de este a oeste, desde Irlanda hasta Marrakech pasando por Ávila o por Lugo, Juan Manuel González se muestra ya en este ‘díptico’ como un buscador incansable de mitos, un poeta épico que, sin embargo, es capaz de recibir las esencias de cada tierra, sus raíces más profundas, en el mismo lecho del alma, desde los sentimientos más íntimos y personales. Esa capacidad de iluminar lo épico, de llevarlo hasta la epidermis de la emoción poética, ha sido quizás la característica más propia de la obra de Juan Manuel González; un sello personal que se muestra en toda su plenitud en El filo de la sangre (Visor. Madrid, 1996), donde sus deseos expresos de “cantar las palabras sagradas”, de “cantar, sobre el océano, sin comprender los sortilegios del viento”, le convierten en un poeta plenamente integrado con los paisajes que le inundan, pero sobre todo con la historia, con el mito, con la fuerza misteriosa que anima cada uno de estos paisajes.

 

Los críticos han abundado mucho en la vertiente “nórdica” de la poesía de Juan Manuel González, en su filiación neorromántica enamorada de las grandes sagas europeas, en sus poemas empapados de lluvia, perdidos entre la niebla, abismados sobre paisajes desolados, ateridos en el alba de la nieve... Todo eso es cierto. Pero tan cierto como su constante sed de sur. Los poemarios Luces inciertas (Fundación Unicaja. Sevilla, 1999) y La llama del brezo (Algaida. Sevilla, 2002), que marcan seguramente su etapa de máxima madurez poética, tienen, sí, mucho de frío, de silencio íntimo, de estremecimiento, pero también están atravesados de una cálida corriente subterránea, un fuego interior que es el que le permite al poeta sobrevivir en medio de la intemperie. Sus libros Guía para el jardín secreto y otros poemas del sur (Corona del Sur. Málaga, 2002) y Dulce poder del silencio y otros poemas de Castilla y León (Ayuntamiento de Málaga. Málaga, 2006) dan fe de esta doble condición de explorador de hielos y de soles, de buscador de dioses teutónicos abandonados a la lluvia y de diosas blancas acariciadas por la sal del Mediterráneo, de voces de gesta y de cálidos susurros del viento del sur. Blanco silencio sobre el mar (Alhulia. Granada, 2006) y Tras la luz de poniente, el último Gil de Biedma, cierran una obra en la que el poeta aparece siempre atento a las fuerzas oscuras de la Naturaleza, provengan de donde provengan.

 

Al hablar de la poesía de Juan Manuel González no podemos olvidar nunca sus poemas de amor. El impulso amoroso, quizás por encima de toda condición, sobrevuela todos sus libros y los viste de un color diferente. Luz en la batalla, aliento en la tiniebla, inusitada esperanza en medio de la noche, llama sanjuanista entre la nieve, el amor se muestra siempre como el más seguro impulso poético en el afán del escritor; como los caballeros decimonónicos de su novela Fuego sobre las olas, Juan Manuel González ha sido también un poeta de encendido espíritu romántico. Y como en los románticos, frente al amor ha sentido siempre, como amenaza y como certeza, el peso de la metáfora más infinita de su contrario: el tiempo que nos conduce hacia la muerte. Lujuria de bosques que perviven misteriosamente en la soledad profunda de los océanos: así es la mejor poesía de Juan Manuel González.

 

Ahora que se ha ido el hombre, el poeta, el amigo, parece que suenan de otra manera los versos que dejó escritos en el poema “Si es preciso caer”, de Luces inciertas:

“Si es preciso caer,

que la cellisca lleve nuestro nombre

hasta las raíces de los antiguos,

agridulces fresnos,

de la bocana norte del océano”.

Así sea.