Revista Digital de Literatura y Crítica Literaria

        
JOSÉ GARCÍA PÉREZ
VIERNES SANTO

Santo Sepulcro

 

 

         Al paso de tu Santo Sepulcro por el Pasillo de Santa Isabel, inmerso en la algarabía de un pueblo que silencia con sus gritos los gemidos de la orilla destruida de El Perchel, me asomo, por última vez, al sentido y causa de tu muerte.

 

         No comprendo nada. He quedado solo. Me acompañan tu palabra y mi pensamiento. De nuevo poderes políticos y religiosos te han secuestrado. Te mecen y llevan de un lado para otro. Llegan generales, políticos y obispos; cornetas, tambores y ejércitos te rinden honores. El mendigo de la esquina espera que un denario se pose en la horquilla de la palma de su mano.

 

         El Santo Sepulcro avanza. El paso de los hombres que soportan tu peso es majestuoso. Una abuela del Barrio de la Trinidad, la conozco de mis tiempos de maestro nacional, se santigua, unos novios se besan entre aromas de incienso, un magrebí ofrece pañuelos de variados colores, una lágrima de cirio nazareno copula el asfalto, una saeta suplica al cielo el milagro.

 

         Desde la esquina del tiempo, sacudo capas y túnicas, novenas e ídolos. ¿Por qué Tú, hombre bueno de Nazaret, humilde artesano de libertades, has sido ejecutado por los poderes políticos y religiosos de tu época? El Fiscal Mayor del reino teocrático de Israel, el Sumo Pontífice, ha realizado la pregunta clave: “En verdad, ¿tú eres el Hijo de Dios? Lo miras a los ojos. Contundente respuesta: “Tú lo has dicho, yo soy”. Acabas de pronunciar tu sentencia de muerte.

 

         Has quebrado los dogmatismos establecidos para que pudiéramos proclamar, hoy, sin miedo, nuestro sueño de divinidad, o sea, todos somos hijos de Dios.

 

         La rica Tribuna de los Pobres silencia a tu paso. Te presiento en el silencio. Las luces de neón, sonrojadas, esperan ser apagadas por una mano sensible, pero el consumo no sabe de descanso. La abuela de la Trinidad se incorpora de su silla de anea. Los novios se distancian. El magrebí vuelve sus ojos a ti.

 

         Dejo de mirar a los otros. Por un instante me asomo para verte. Apago mi pensamiento y venero tu imagen. Deseo ser humano.

 

         El mendigo de la esquina sigue con su mano tendida, pero tan sólo una gota de cera taladra el rocío de su patena.

 

         Despierto, me olvido de ti y voy a su encuentro, y en él te abrazo.